«Una amiga me comentó hace unos días que su hija, de apenas cinco años de edad, le había sorprendido con este comentario mientras la llevaba a un cumpleaños. Sentada en su sillita, en los asientos traseros del coche, la pequeña se mostraba agobiada y desconcertada. No es la primera madre que me comenta algo parecido, pero en este caso resulta especialmente significativo el hecho de que la niña considerara que los pensamientos le llegaban de fuera..
No se trata del argumento de una película de ficción, al estilo de La invasión de los ultracuerpos, ni tampoco es consecuencia en este caso de alguna enfermedad mental, o una situación puntual y pasajera. Tras descartar todo lo descartable con el psicólogo, la conclusión no se hizo esperar: se trata sin duda de otra niña más alcanzada por lo que denominamos sobreestimulación. En 1997, hace ya dieciocho años, publiqué un libro sobre el consumo de drogas de síntesis entre los adolescentes, en el que hacía referencia exactamente a esta situación. Sin lugar a dudas nos encontramos ante la generación más sobreestimulada de toda la historia de la Humanidad. Hasta hace apenas 50 años los estímulos que recibíamos del exterior eran muy limitados y moderados en relación a los que recibimos hoy en día. Se trataba fundamentalmente de estímulos procedentes de nuestro entorno inmediato, familia, amigos, y las pocas horas a la semana que podíamos pasar viendo un canal de televisión en blanco y negro, o escuchando algún programa de radio.
Hoy, cualquier niño de diez años de nuestro entorno, ha recibido muchísima más información que cualquier otro homo sapiens de los que han pasado por aquí en los últimos 40.000 años. Ha visto imágenes de tiranosaurios corriendo por un bosque, cuando hasta hace un siglo ni tan siquiera sabíamos de su existencia. Imágenes de peces abisales, animales e insectos de cualquier punto de la tierra, vídeos grabados en la superficie de Marte por un robot, secuencias reales sobre el corazón bombeando sangre o linfocitos haciendo su trabajo en nuestro sistema inmunológico. Cosas con las que ningún sabio de la antigüedad se atrevió a soñar, y un volumen de información muy difícil de manejar. Estímulos dirigidos a todos sus sentidos: sintetizadores, sonidos y ritmos nunca antes escuchados, alimentos procedentes de los cinco continentes, chicles que los primeros minutos saben a maracuyá y después a frutos silvestres del bosque australiano… ¿Se han parado a contar los tipos de cereales que hay en las estanterías de los supermercados? ¿Y los yogures?
Pero estos niños no reciben sólo los estímulos de su entorno habitual, sino que en muchas ocasiones nos empeñamos en “enriquecerlo” y llenar absolutamente todo su tiempo con más actividades. Un tiempo libre absolutamente copado, que se combina con histriónicas series de dibujos animados, estridentes partidas de videojuegos en 3D y todo tipo de aplicaciones para llenar sus móviles, tabletas y cabezas.
Hace ya unos años que distintos expertos, como los del grupo de investigación sobre Neuroplasticidad y Aprendizaje de la Universidad de Granada (UGR), advirtieron sobre cómo la estimulación temprana podía influir en el proceso de aprendizaje. La psicobióloga Milagros Gallo, señalaba que: “El entrenamiento en tareas demasiado complejas, antes de que el sistema esté preparado para llevarlas a cabo, puede producir deficiencias permanentes en la capacidad de aprendizaje a lo largo de la vida”.
El problema de la sobreestimulación es que, al igual que hacen las drogas de síntesis, provoca lo que denominamos “tolerancia”. Es decir, el organismo se acostumbra a recibir con regularidad su dosis de estímulos, hasta que llega un momento en el que tal dosis no le satisface. ¿Qué hace entonces? Pues muy sencillo: buscar una dosis mayor. Los niños que viven este efecto se hacen cada vez menos sensibles a los estímulos del entorno, y necesitan cada vez más. Se vuelven hiperactivos, o se muestran desmotivados mientras su imaginación y creatividad se van mermando. Les cuesta centrarse mucho tiempo en una misma actividad, y sienten que sus pensamientos se atropellan los unos a los otros.»
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Una amiga me comentó hace unos días que su hija, de apenas cinco años de edad, le había sorprendido con este comentario mientras la llevaba a un cumpleaños. Sentada en su sillita, en los asientos traseros del coche, la pequeña se mostraba agobiada y desconcertada. No es la primera madre que me comenta algo parecido, pero en este caso resulta especialmente significativo el hecho de que la niña considerara que los pensamientos le llegaban de fuera..
No se trata del argumento de una película de ficción, al estilo de La invasión de los ultracuerpos, ni tampoco es consecuencia en este caso de alguna enfermedad mental, o una situación puntual y pasajera. Tras descartar todo lo descartable con el psicólogo, la conclusión no se hizo esperar: se trata sin duda de otra niña más alcanzada por lo que denominamos sobreestimulación. En 1997, hace ya veinticuatro años, publiqué un libro sobre…
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