Dafne. El ángel trémulo

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Yo gozaba en los bosques, en los parajes desiertos o abruptos.  En los ojos de los ciervos, de los lobos, de los jabalíes, veía una  dulzura incólume, una inocencia primigenia. Andaba todo el día por la montaña, por las pendientes boscosas, y al llegar la noche me dormía en el hueco de una roca o contra un roble acogedor.

Me llamaban salvaje porque prefería la compañía de los árboles a la de los hombres. Mi soledad extrañaba, pero era una vida fascinante. Una soledad pujante y discreta que no necesitaba de multitud de admiradores o de esclavos. Me llamaban ninfa de los bosques, sacerdotisa de la Naturaleza.

Pero Apolo se enamoró de mí y se puso a perseguir mi cuerpo blanco y esbelto durante todo el día. ¿Quién podría resistirse a la divina luz del sol?

Detesto seguir el curso de las cosas, obedecer a todo lo establecido: la búsqueda del sol, el matrimonio,o la sociedad de los hombres, la procreación.El amor para mí, la fugitiva, la indómita, se encuentra en la libertad no en el vínculo. Yo era una solitaria, mi vida estaba llena de presencias: ¿Qué hubiera podido añadir un amante por muy divino que fuera? Huí pues del acoso de Apolo, pero corriendo y ocultándome sin cesar me sentí pronto como una cierva acorralada.

Amaba tanto el bosque que acabé por confundirme con él, por entregarme totalmente a él. Mi cuerpo se cubrió de una fina corteza, mis pies se hundieron cada vez más en la tierra oscura y cálida dónde reconocía un olor materno. Miré mis brazos y vi que se desplegaban y se extendían hacia el cielo convirtiéndose en ramas, hojas y brotes… 

Se podría creer que convertida en árbol, había perdido mi libertad, que estaba condenada a permanecer inmóvil.
No: Mis brazos, mis dedos, mis cabellos,o vibraban en la altura cono el cielo, cono la luz y los perfumes; llamaban a los pájaros, recibían a los elementos y al rocío.
Con mis finas extremidades con mis raíces profundas, oía, mejor que ningún ser humano, lo que susurraba el cielo,o lo que fraguaba la tierra desde su vientre fecundo. No estaba petrificada, era un puro estremecimiento.

El sofocado solo llegó ante mi verde silueta y descubrió desconcertado, en lo que me había convertido. Besó ola suave corteza, aspiró las hojas temblorosas, oyó latir el corazón del árbol y declaró:
«¿No quieres ser mi mujer?, pues bien, serás mi árbol»

¿Era aquella una lección de amor?
Al codicioso deseo de Apolo, que quería capturarme, respondí con las manos abiertas, con el cuerpo extendido hacia la inmensidad del cielo. Pero la mayoría de los hombres prefieren sentir a su amada temblar entre sus brazos y bajo su cuerpo, que verla estremecerse así, sola y deslumbrada, a la merced de los cuatro vientos. 


Jacqueline Kelen. Les femmes éternelles (adaptación)